El escargot azul

Mes: octubre, 2014

¡La Tate Britain existe!

Aunque parezca la hermana pobre de la familia, la hija descarriada, lo cierto es que la Tate Britain existe. Competir con la National Gallery o el British Museum no es fácil, menos todavía si parte de la colección de la antigua Tate Gallery se partió en dos al inaugurar en el año 2000 la fabulosa Tate Modern. Con todo, este museo siempre hace acto de presencia. En una urbe como Londres hay sitio para todos. Así, la Tate Britain reivindica su existencia… y no es para menos. Quien sea un feligrés del arte británico encontrará en esta colección un verdadero tesoro, pues su interior recorre la historia del mismo con todo detalle -comienza alrededor del año 1500 y llega prácticamente hasta nuestros días-, si bien todas las piezas pertenecientes al arte moderno cruzaron en el año 2000, como digo, el Támesis encaminándose hacia la orilla sur.

IMG_4055Entrada principal de la Tate Britain, 29 de octubre de 2014

La verdad es que el edificio engaña. Tiene una ubicación estupenda, al lado del río y muy cerca de Westminster. Sin embargo, por fuera, no transmite ningún tipo de sensación. Es una construcción aséptica y nada atractiva. Por dentro es más coqueto, tiene su gracia. Además, desde que Penelope Curtis se hizo cargo de la dirección, la Tate Britain ha ido «modernizando» su apariencia. Hace años que la visité y, de aquella vez a esta última, sí se han notado ciertas variaciones, más frescura entre sus salas. La idea es colocar a este museo en la primera línea del mapa cultural londinense. Y, personalmente, creo que están haciendo un buen trabajo. Es el cuarto en discordia en el colosal panorama museístico de la ciudad y, dentro de sus posibilidades, la Tate Britain luce con encanto.

IMG_4043Interior de la Tate Britain, 29 de octubre de 2014

Como siempre, salgo con nombres propios apuntados en mi diario de arte personal. Sin ser uno de mis pintores favoritos, Francis Bacon entra en la lista al desatar su universo de violencia y deformación de la realidad con el impactante Tres estudios para figuras en la base de una crucifixión (1944). Esta obra, según explican los expertos del museo, simboliza la asociación entre la maldad, la monstruosidad y el nazismo. De hecho, atendiendo al contexto histórico en el que fue pintada, bien podría ser considerada como válida esta argumentación. Sea cual sea la interpretación que uno le quiera dar, lo cierto es que ese agitado rojo, esos bichos que acaparan el centro de atención… algo de inquietud sí despierta.

IMG_4032Tres estudios para figuras en la base de una crucifixión (1944) Francis Bacon

Cuando caminas por las salas de este museo te das cuenta de cuál es el verdadero bastión de la colección: los paisajes de J. M. W. Turner. La obra de este pintor nunca me ha acabado de decir nada. Y es una lástima para mí, pues allí luce en todo su esplendor. Los devotos de este paisajista británico tienen la Tate Britain, por tanto, como visita obligada. Me quedo, en todo caso, con el trabajo de otro artista. Él es Bill Woodrow y nos expone una escultura formidable. Está bautizada con el nombre de Elephant (1984). En ella vemos la imagen de un elefante anclada en la pared, ocupando el centro de la escena. Dos mapas, uno a la izquierda y el otro a la derecha, contribuyen a darle forma al animal, pues representan sus grandes orejas. Son África y Sudámerica. Un montón de chatarra da forma a su trompa y a sus colmillos. Una imagen que se completa con una inquietante metralleta que sostiene, en su trompa, el animal y que parece custodiar un círculo giratorio infinito protagonizado por unas envejecidas puertas de unos automóviles. Cada uno verá lo que quiera ver en ella, pero a mí esta escultura me lleva de viaje a los tiempos del triángulo comercial, de la esclavitud africana, del impulso del Nuevo Mundo y de la consolidación, en base a la sangre esclava, del capitalismo industrial.   

IMG_4036Elephant (1984) Bill Woodrow

Por último, en mitad de la sala más recargada de esta catedral de arte británico, me encuentro con una serie de pinturas repletas de dulzura, de nostalgia, de serenidad. Me gustan. Una es Hope (1886), de George Frederic Watts. Y no sé por qué el artista llamaría así a esta pintura. A mí más que a la esperanza, esta muchacha me recuerda a un día triste y melancólico. No decoraría con ella las habitaciones de mi cuarto, pero es una pintura muy bonita.

Assistants_and_George_Frederic_Watts_-_Hope_-_Google_Art_ProjectHope (1886) George Frederic Watts

Un lienzo de John William Waterhouse, The lady of Shalott (1888), nos cuenta una triste y hermosa historia de amor. Se dice que esta joven vivía encerrada en lo alto de un castillo, donde una voz le susurró que si algún día miraba hacia Camelot, una maldición caería sobre ella. En la habitación había un espejo, y en él se reflejó la figura de Lancelot. La chica, por supuesto, se dejó llevar por el amor y miró, buscando a su enamorado, hacia Camelot. Estaba destinada a morir de amor, y con esas bajó de la torre y se lanzó al río montada en una barca. El pintor refleja la hermosura y tristeza que lleva aparejado el último adiós.

John_William_Waterhouse_-_The_Lady_of_Shalott_-_Google_Art_ProjectThe lady of Shalott (1888) John William Waterhouse

Este triángulo acaramelado lo completa un lienzo del que es imposible escapar. Se llama Carnation, Lily, Lily, Rose (1885) y lo firma John Singer Sargent. Representa una escena floral, con dos niñas en mitad de un jardín rodeadas de lirios y jugando a encender unos farolillos chinos. A mí me recuerda a esos atardeceres que ya van despidiéndose del verano hasta el próximo año, dándole la bienvenida al otoño. Es una pintura cautivadora, que evoca aquellos días de niñez y que, en definitiva, te impregna de la nostálgica serenidad de septiembre.    

carnationCarnation, Lily, Lily, Rose (1885) John Singer Sargent

Sergio Leone: Exégesis del dólar

El desierto se agranda. Caminamos a través de él sin saber lo que sigue, lo que nos espera. Pronto aparece un misterioso hombre a lomos de su caballo. ¿De dónde viene? Tiene una mirada temible. Un poncho le da abrigo, un sombrero alicaído esconde su fría expresión y un cigarro se perpetua entre sus labios. Alza la cabeza y observa a su alrededor. Ve a un niño llorar desconsolado. Ve ante sí un pueblo decrépito. Y se adentra en él… buscando trabajo, dinero y, faltaría más, problemas con los lugareños. 

¿Quién es ese tipo? Nadie lo sabe. No tiene nombre. No tiene pasado. Poco hablador y admirador de los monosílabos, una de las pocas oraciones que alcanza a decir define su idiosincrasia: «When a man’s got money in his pocket he begins to appreciate peace.» Mientras, los Rojo y los Baxter, dos familias enfrentadas, luchan por un mismo territorio. Ambas buscan dominar cada esquina de ese mísero pueblo perdido en la frontera mexicana. Unos trafican con alcohol; los otros, con armas. Él simplemente está en mitad de la acción, rentabilizando sus movimientos, trabajando para ambos bandos… «Why are you doing this for us?» le preguntan de uno y de otro lado. La respuesta es obvia, «five hundred dollars.» Sin embargo, aparece Marisol, esa hermosa mujer, agitando todavía más el ambiente del pueblo. ¿Por qué un tipo sin escrúpulos decide ayudar a esa familia, a esa mujer, a ese chiquillo? «Because I knew someone like you once and there was no one there to help. Now, get moving.» Un mismo interrogante, dos respuestas distintas. Es el único atisbo de humanidad que se percibe en él, la única sombra de ese idealizado justiciero que parece ya no estar. 

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El cineasta italiano transgredía con esta historia inspirada en un trabajo anterior de Kurosawa. La conquista del oeste, tan edulcorada en las historias que provenían de los Estados Unidos, era pincelada ahora con un salvajismo impropio. Aquel justiciero, aquel hombre de ley que defendía sus valores, sus libertades, sus tierras frente al «salvaje indio» (todo era, como ven, muy cívico) quedaba ahora desdibujado del mapa. Aquellos bandoleros sin escrúpulos a los que el sheriff siempre ajusticiaba, aquellos miserables se convertían, desde ya, en los protagonistas del cine de Leone. Sí, el hombre sin nombre es un ser errante, sin moral. Un antihéroe. Un pistolero que asesina a sangre fría «por un puñado de dólares.» Muere gente de bien sin motivo alguno. Todo queda bañado de sangre. Las frías miradas se encuentran y se retan en mitad del desierto. Un mano a mano servido en base a primerísimos planos. La respiración se contiene mientras esperamos contemplar quién es el más rápido. Es el mundo de la violencia inundando los rincones del séptimo arte.

Y guste o no al espectador, eso es lo que vende Sergio Leone. Convierte la violencia, rechazada moralmente en cualquier lección de ciudadanía, en un objeto de placer, de atracción. Los palos que le han caído desde entonces a Leone no han sido pocos. Su cine, para qué engañarnos, no es un cine intelectual, pedante ni filosófico. Busca simplemente hurgar en los instintos más básicos del público escapando de cualquier atisbo de moralidad. Recurre a un recurso -la violencia- al que, en realidad, muchos otros han recurrido. ¿Acaso Anthony Mann no se sirvió de ella? O nuestro entrañable Tarantino (reconocido feligrés del cineasta italiano), ¿no hace lo propio rodeado de gángsters? Son dos ejemplos de una lista extensísima de directores en la que Sergio Leone brilla con luz propia. Él se sirve del far west para reivindicar la estética de la violencia. Los largos silencios, la falta de escrúpulos y la rudeza que todo ese paisaje desierto parece transmitir. Es un mundo infame plasmado tan maravillosamente por Leone.

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«You’ll get rich here, or you’ll be killed. Juan De Dios tolls the bell again,» Es la dicotomía a la que todo hombre se enfrenta en ese polvoriento pueblo. Y él lo tiene claro. Nuestro hombre sin nombre solo está allí de paso, dispuesto a brindar un sonoro y violento espectáculo con el que insuflar oxígeno a un género, el western, que comenzaba a dar síntomas de fatiga. Con esta película, Per un pugno di dollari (1964), el spaghetti western alcanzaba una resonancia mundial. Eran muchas cosas en tan poco espacio. Era historia viva del cine. Y pocos de los que allí estaban lo sabían. Este film daba inicio, a pesar de la escasez de medios con la que contaba, a la que fue bautizada como «la trilogía del dólar.» Y con esta llegaban para quedarse tres nombres propios de la historia del séptimo arte: Clint Eastwood, Ennio Morricone y Sergio Leone.

Per un pugno di dollari (1964) Italia. Western. Spaghetti Western. Dirigida por Sergio Leone. Con Clint Eastwood, Gian Maria Volonté y Marianne Koch. Guion: Sergio Leone, Víctor Andrés Catena y Jaime Comas Gil. Fotografía: Jack Dalmas. Música. Ennio Morricone. 95 minutos.  

Una mañana en la Tate Modern

Un mañana soleada en Londres es un regalo. Te despierta el ánimo. Cuando el cielo está azul azul… esta ciudad es mucho más bonita. Paseo por el puente de Blackfriars, tranquilo, sin casi gente. Puedo así disfrutar del Támesis, observar la fuerza de su caudal y quedarme allí atontado -más de lo que estoy- mientras vislumbro a mi izquierda, regalo doble, el plan del día: otoño, Londres, el sol y la Tate Modern.

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Entrar en la Tate es algo que, probablemente, nunca me vaya a cansar. Me gusta hasta la singularidad del edificio. Qué pragmáticos son estos británicos. A quién si no se le iba a ocurrir la idea de convertir una antigua central eléctrica inservible por el paso del tiempo, la de Bankside en la orilla sur del Támesis, en el museo más visitado de arte moderno y contemporáneo mundial. Pues sí, a ellos. Y entrar en ella, recorrer las plantas 2, 3 y 4, distraerse en la terraza de la cafetería, pasear por sus pasillos… la Tate siempre depara algo especial. Hay tal cantidad de pinturas chulas que es imposible no perderle el rastro a alguna. Esto, sin embargo, es lo mejor de este museo: cada vez que vas, descubres un tesoro nuevo, una obra que hasta entonces no te había llamado la atención.

Entre los muros de la Tate Modern duermen pinturas de Salvador Dalí, Pablo Picasso, Joan Miró, Paul Klee, Francis Bacon y tantos otros. Pero fíjate que salgo del museo con otros nombres. El recorrido lo comienzo en la segunda planta, lugar donde se encuentra la exhibición bautizada como poetry and dream. Dentro de la misma, lucen alegremente las salas dedicadas a la pintura realista y surrealista. El surrealismo, en concreto, cada vez me gusta más. ¿Cómo no disfrutar con esas pinturas donde los sueños y la realidad se entremezclan en una sola, en tu propia realidad? Abren tu mente, te liberan viajando por universos infinitos sin moverte de allí. Te sientes un niño, otra vez. Miro las pinturas sin observar el nombre. Algunas son inconfundibles, sabes a quién pertenecen. Otras no. Y dos de ellas me gustan en especial. Casualidad o no, son de la misma artista. Mira que hay pinturas para elegir, pero yo me quedo con las de Eileen Agar. Una se llama Tres símbolos (1930), y representa los primeros pasos de la artista dentro del movimiento surrealista. Libera su imaginación y homenajea con una delicada pintura a la arquitectura y al paso del tiempo. Una columna de la Grecia clásica, la catedral de Notre Dame y un puente moderno conjugan en un mismo espacio para protagonizar un paisaje muy fantasioso. La segunda pintura es su Autobiografía de un embrión (1933-34), un verdadero espectáculo de colores. Una pintura cargada de imágenes y mensajes que recorre, en cuatro secciones distintas, los orígenes y el camino que ha andado esa cosa que llamamos cultura. Imposible no detenerse ante ella y perderse entre sus mil matices.

eileen-agar-la-autobiografia-de-un-embrion-pintores-y-pinturas-juan-carlos-boveriAutobiografía de un embrión (1933-34) Eileen Agar

No muy lejos de allí, en la sala dedicada al realismo, se encuentra otro nombre propio: Meredith Frampton. El retrato de Marguerite Kelsey (1928), junto con el Retrato de una joven mujer (1935), se convierten en un auténtico espectáculo. Cuando se observan estos cuadros, vale la pena echar la vista atrás y sumergirse en el contexto en el que se pintaron. Frampton pincela con belleza a la mujer, una mujer poderosa. Marguerite Kelsey luce segura de sí misma, elegante, recostada y con esas magnolias enfrente de ella que simbolizan el deseo. Es el deseo de liberación y reconocimiento de la mujer. Todavía se percibe más claramente en la otra pintura, donde la joven ocupa la parte central del cuadro. Se le ve, de igual manera, segura de sí misma. Rodeada de libros, luce inteligente. Y quizás tenga buen gusto para la música. Me gustan estas dos pinturas. Sencillas, elegantes y con un mensaje tan escueto como poderoso.

Marguerite Kelsey 1928 by Meredith Frampton 1894-1984Marguerite Kelsey (1928) Meredith Frampton

Si vas a la aventura, como yo hago desde hace un tiempo, encontrarás cosas que no esperabas encontrar en el camino. Una de ellas es Alex Katz. Le han dedicado una sala entera. Y decora las paredes con unos paisajes ligeros, delicados. Retrata la cotidianidad de una manera estupenda. Las ramas de los árboles, la ciudad, la noche, una joven en su habitación. Me llaman la atención sus pinturas más pequeñas. Y a mí que de siempre me ha gustado el placer de lo cotidiano, esa felicidad pasiva que parece no estar… pues mira, me ha llegado la energía con la que ha sabido plasmarla este artista. 

East Window 1979 by Alex Katz born 1927West window (1979) Alex Katz

Y un nombre me queda por desvelar. Para mí, lo mejor de la mañana. Viene de Rusia y se llama Vasili Kandinsky. Es una obra que luce en un rincón de la sala dedicada a la pintura abstracta. Me extraño porque pasa desapercibida para un buen número de turistas. Pero yo me quedo allí abobado, mirándola. A este cuadro se le conoce como Swinging (1925) ¿Qué representa? El pintor parece escaparse de cualquier tipo de corsé. Libera las formas, las modela a su gusto, lo abstrae todo y le queda una composición abierta a cualquier tipo de lectura. Los colores explotan con energía y fuerza. A ratos me parece ver a un hombre silbando en una mañana de piscina y sol, rodeado de globos que flotan en el aire. Otras veces parece como si el pintor nos transportara a un paisaje de otra galaxia. Y, de vez en cuando, hasta me parece observar un paisaje egipcio con una pirámide que sobresale al fondo de la imagen. Qué tontería pienso, mientras sonrío. Supongo que he caído en las redes del artista.

swwwwinginSwinging (1925) Vasili Kandinsky  

Robert Strange McNamara

Robert McNamara, él es el hombre que protagoniza este relato. Un combate, un mano a mano entre este octogenario estadista y un buen documentalista como es Errol Morris. ¿Conseguirá este último adentrarse en los oscuros pasillos que pueblan la mente del político? La tarea no es fácil, desde luego. McNamara es un tipo experimentado, curtido -literalmente- en mil batallas. Pero el cineasta va a por él. Escapa de cualquier atisbo nihilista. Quiere hacer sangre. Y en este devenir por la vida, obra y recuerdo de McNamara una palabra luce bajo un manto casi casi poético: guerra. Es una palabra que marcó la vida de este hombre. «It’s almost impossible for our people today to put themselves back into that period» dice él. Parecer querer justificarse, querer redimirse. En el fondo no es así. Robert McNamara no parece arrepentirse de nada lo que ha hecho. «Lo hice lo mejor que pude,» piensa él. Y aquí, en este contundente documental, están las once lecciones con las que él parecía querer despedirse del mundo. 

La política estadounidense ha tenido importantes nombres propios a lo largo del siglo XX. Y en esa lista, sin duda alguna, entra el de Robert McNamara. Ocupó el cargo de Secretario de Defensa durante siete años (1961-1968). Trabajó bajo las órdenes de John F. Kennedy y, tras la trágica muerte de este, continuó ejerciendo su cargo como máximo responsable del Pentágono durante la Administración de Lyndon B. Johnson. Antes de eso, había sido profesor en Harvard, había estado dentro del ejército estadounidense durante la II Guerra Mundial y había logrado ser el presidente de una gran compañía multinacional como Ford. Después de eso, entre 1968 y 1981, fue el presidente del Banco Mundial. Cuanto menos, Robert McNamara tiene un currículum lo suficientemente importante como para que nosotros, los espectadores, nos cercioremos de que merece la pena prestar atención a sus palabras. Este tipo ha sido una figura importante del siglo XX. Un estadista de hierro. Luce como un impoluto burócrata. Uno de los padres, además, en el campo de la ciencia política, del policy analysis. ¿Qué conclusiones podemos extraer de sus once lecciones?

Mi sensación final es la simple y llana inquietud. Me entra el vértigo ante las palabras de este hombre. En el fondo, como digo, siempre está presente la idea de la guerra. En tres puntos concretos me sobresalto con este tema: la II Guerra Mundial, la crisis de los misiles en Cuba y la guerra de Vietnam. En el primero de ellos, McNamara pone el foco de atención sobre el enfrentamiento bélico entre los Estados Unidos y Japón. Durante ese tiempo él ejercía una importante labor en las fuerzas armadas, pues era el encargado de maximizar la eficiencia de los bombardeos estadounidenses en territorio japonés. De sus palabras deduzco que, detrás de esa gélida pantalla en la que se esconde, aparece un hombre atormentado. «In that single night, we burned to death one hundred thousand Japanese civilians in Tokyo. Men, women and children.» Lo dice sin pestañear, sin que le tiemble la voz lo más mínimo, recordando el bombardeo sobre la ciudad de Tokyo en 1945. Las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki no fueron sino el punto final de una estrategia militar feroz, una estrategia orquestada por el General Curtis LeMay y en la que estuvo involucrado, como asesor de este, Robert McNamara. Antes de que aquellas llegaran, medio Japón había sido arrasado durante seis meses. Murieron muchos muchos civiles. «But what makes it immoral if you lose and not immoral if you win?» se pregunta McNamara. Y es un interrogante inquietante.

El segundo punto en el que conviene detenerse no es otro que la crisis de los misiles de 1962. Este acontecimiento pudo haber cambiado el rumbo de la historia. Un choque nuclear entre la Unión Soviética y los Estados Unidos hubiera ocasionado, en palabras de McNamara, «la destrucción de naciones enteras». No es cualquier cosa, por tanto, que el protagonista de este documental contribuyese, a su manera, a evitar tal holocausto. McNamara siempre tuvo una actitud precavida en cuanto al uso de armamento nuclear. Él lo dice, se confiesa: «no soy tan inocente como para pensar que la naturaleza humana va a cambiar». La guerra… siempre estará ahí. Sí, «las personas somos racionales» cuenta él mientras se apresura en apostillar la frase: «pero la racionalidad tiene límites.» Como buen estadista, temía las potenciales consecuencias que podía ocasionar la combinación entre el error humano y el armamento nuclear. «Any military commander who is honest with himself, or with those he is speaking to, will admit that he has made mistakes in the application of military power. He’s killed people – unnecessarily.» McNamara, pues, no esconde sus cartas. Y nos adentra en la angustia de aquellos días. Pincela la idiosincrasia de Kennedy, de Kruschev. Uno percibe la astucia con la que McNamara se involucró en todo aquello. Y sí, da miedo pensar en cómo de diferente podría haber sido la historia. Es la puerta que nos abre este político sin sutileza alguna. Acuchilla con rabia al General LeMay y a Fidel Castro. Si por ellos fuera, nos cuenta, probablemente la historia de la humanidad hubiese sido totalmente diferente a como la hemos conocido a partir de 1962.

Y llegamos a Vietnam. A aquella guerra tan dolorosa para los Estados Unidos. Aquí McNamara esquiva astutamente los golpes más duros. Se pincela a sí mismo como un hombre que quiso evitar todo aquello. Honra la figura del presidente Kennedy (incluso le añade, curioso, lágrimas al asunto) y deja en una situación delicada a Lyndon B. Johnson, a quien parece responsabilizar de todo aquel desastre. En un sentido u otro, la realidad no puede esconderse: McNamara fue partícipe de todo aquello. Si en el 62 había logrado rehuir el conflicto, en Vietnam erró en sus intenciones. No supo persuadir a Johnson. No supo entender la magnitud de todo aquello. No fue, así lo podemos decir, un buen estadista en esta ocasión. Y él mismo lo reconoce, desvelando una conversación -acaecida en los noventa- con su homólogo vietnamita en aquel conflicto: «no nos entendisteis, no comprendisteis al pueblo de Vietnam» le cuenta su compañero. Para McNamara Vietnam era una pieza más en el tablero geopolítico de la Guerra Fría, una pieza con la que evitar el avance soviético en esta región. Para el militar vietnamita, en cambio, aquella guerra simbolizaba la liberación de Vietnam, de un país que no quería ser sometido, colonizado. Así veían ellos a los Estados Unidos, como una nueva Francia. Vietnam era Vietnam, no quería rendir sumisión ni a China, ni a la URSS ni mucho menos a los Estados Unidos. McNamara, y tantos otros, fallaron. La comunicación y el buen hacer que había evitado la catástrofe en 1962, era ahora el reverso con el que Estados Unidos escribía uno de los capítulos más tristes de su historia.

Así se llega al final de este documental tan tan personalista. Es Robert S. McNamara hablando, principalmente, sobre la guerra. Dando su propio testimonio, su propia opinión. Con su alegato queda reflejado parte del siglo XX, parte de la historia de los Estados Unidos y parte, también, de la propia naturaleza humana. «I think the human race needs to think more about killing. How much evil must we do in order to do good?» reflexiona públicamente mientras se prepara para recapitular su mensaje: «a lot of people misunderstand the war, misunderstand me. A lot of people think I’m a son of a bitch.» Son sinceras palabras que lanza un hombre que, de una manera u otra, propició la muerte de millones de personas a través de sus decisiones. Muertes que pesan sobre su conciencia, sobre su sentido del bien y del mal. En el fondo, le hubiese gustado que aquellas palabras de Woodrow Wilson sobre la última de las guerras se hubiesen hecho realidad. Pero no fue así. La historia no respetó aquel sueño. Y en vísperas de su adiós, a McNamara le da por echar la vista atrás y reflexionar. No creo, en todo caso, que esté pidiendo perdón. Tampoco busca la redención. Simplemente dice no saber nada. Dice volver a estar, después de tantas fatigas, al principio del camino. Dice estar perdido en la niebla de la guerra. Y así me siento yo cuando finaliza este cuento de terror.   

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The fog of war: Eleven lessons from the life of the Robert S. McNamara (2003) Documental. Cine político. Dirigida por Errol Morris. Con Robert McNamara. Guion: Errol Morris. Fotografía: Robert Chappell y Peter Donahue. Música: Philip Glass. 105 minutos.

Historias de una ciudad

«The philoshophers have only interpreted the world in various ways. The point however is to change it.»

Hay días de frío agradecidos. Al menos, así lo pienso yo. Me gusta abrigarme con un café con leche bien caliente de buena mañana, decirle «hola» al mundo de esta manera. Me gusta ponerme la bufanda y los guantes. Me gusta salir a la calle y notar como el viento se te cala en los huesos, como te enfría la piel. Me gusta notar el frescor del aire entrando por mis pulmones. Te hace sentir vivo.

Es un día de frío. Un paseo dominical sin sol y con nubes. Una agradable mañana para visitar a uno de los grandes pensadores de todos los tiempos. Apenas 70 páginas le bastaron para cambiar la historia del siglo XX y quién sabe si también influir en el devenir de nuestros tiempos. Un inmenso jardín cargado de tumbas y mausoleos, idóneo para ambientar en él un cuento de terror, protege su descanso eterno. Es el Highgate Cemetery. Y yo me he acercado allí, no me avergüenza decirlo, para presentar mis respetos a la figura y obra de Karl Marx. A lo que él representa, en definitiva, para la historia del pensamiento político. 

Dicen que no hay mejor sitio para conocer la historia de un lugar que el cementerio del mismo. Y es verdad, la de historias que se esconden en él. Paseas en silencio entre la hermosa melancolía que transmite este trozo de naturaleza perdida en la gran ciudad. Imaginas cómo fue la vida de esa mujer de 95 años que siempre soñó con volver a ser una niña. O la de ese poeta republicano que, como el Quijote, luchó por mejorar el mundo. También la de ese hombre que, desde la carestía y huyendo de su Alemania natal, encontró en Londres un refugio para poder transformar en palabras sus pensamientos.

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Llegando a «Boyhood»: Lou Reed, el verano de 1987 y aquella chica

Acaba de llegar el verano, y Brennan no piensa desperdiciar esta oportunidad. Lo tiene bien claro: el verano de 1987 será, por siempre, su verano. El verano de todos los veranos. Esa catarsis con la que olvidar el hecho de que su novia lo haya dejado recientemente, y él ni siquiera haya perdido la virginidad con ella… ¿qué clase de noviazgo ha sido ese? Está un poco molesto consigo mismo, pero piensa que todo se solucionará: acaba de graduarse en el instituto, le espera un futuro prometedor como periodista en Columbia y, sobre todo, tiene planeado viajar a Europa en compañía de sus amigos para, simplemente, pasárselo bien. Aún no sabe, sin embargo, que la economía familiar ha sido tocada por la varita mágica de la quiebra. Su querido papá, un incipiente alcohólico cuarentón, ha perdido caché en el trabajo. Es decir, Brennan se ha quedado sin fuente de ingresos para su viaje… y para sus estudios en Nueva York. Solo le queda una opción: buscar un trabajo de verano. Y ahí, en mitad de ese derrumbe existencial, aparece Adventureland.

Mientras su compañero Joel hace públicas sus preferencias e intenciones en esta vida «oh my God, look at the shape of her ass. It’s a platonic ideal. That ass is a higher truth,» al tontorrón de Brennan todavía no se le ha encendido la luz. Vaga por el parque, trabaja sin ánimo, las chicas no le terminan de llamar la atención y él solo parece ilusionado ante la idea de su inminente viaje de estudios a Nueva York. Pero, de pronto, irrumpe ella. Está allí, serena y quieta, sacándolo desinteresadamente de un apuro. Luce su belleza con cierta melancolía, propia esta de esa adolescente que todavía no ha encontrado su camino. Y él se queda prendado: es guapa, es encantadora, es natural. Se llama Em. A Brennan, por supuesto, le gusta, y piensa para sí… ¿por qué no te había conocido hasta ahora?

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Así, los días de verano van pasando. Ir a trabajar al parque de atracciones parece ahora más agradable. Y quedar por las tardes con Em, salir a charlar, pasear y tomar algo, comienza a ser el mejor plan posible para su vida. ¿Un viaje por Europa? Tonterías. A ella le hacen gracia las encantadoras rarezas de él. «Can you stop saying ‘intercourse’?» le suelta mientras se ríen. El inocente Brennan está enamorándose por primera vez. Lo acaba de sentir. Cae la noche y él viaja junto a Em en el coche. Llevan puesto un cassette de Lou Reed, un cassette de canciones ideales para un verano, y así, suena esa canción que tantas veces ha escuchado, esa canción que tanto le gusta. Suena Pale blue eyes. Y ellos allí están… a puntito de besarse por primera vez.

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Un día se sienten invencibles. Al siguiente, piensan que nada va a funcionar. Y el verano sigue su camino. A Em su familia no le agrada. Especialmente la novia de su padre no le cae nada bien. Le desespera, quizás porque todavía es una niña, una niña que no ha superado la pérdida de su madre. Una niña que, hasta la fecha, solo ha encontrando refugio en un guaperas como Connell. Él es más mayor y está casado. Pero le gusta tontear con las jovencitas. Se hace el interesante y, a su manera, vuelve locas a las niñas. Juntos lo pasan bien. Nada de esto sabe Brennan. Y es que, ¿acaso sabe algo este chico? Podría luchar por Em, sin embargo se deja enredar por la espectacular Lisa P., la chica con el mejor culo del lugar. Sí, todo es tan sencillo como parece: están enamorados, pero también desorientados. A fin de cuentas, no son más que dos jóvenes haciéndose mayores. 

El verano está diciendo adiós. Todo parece haber naufragado. Nada es como debería haber sido. Él recuerda las palabras que ella un día le dijo: «I think you might be the coolest and cutest guy I ever met. I don’t want to lose you.» El septiembre de 1987 acaba de entrar en su vidas para siempre. A Brennan ya nada le importa. Va a luchar por ella. Está en Nueva York. Llueve como nunca antes ha llovido. Pero allí están. «¿Cuál es el plan?» se preguntan mientras se sienten fuertes y enamorados. Nada más les importa. Adventureland está a nada de cerrar. Y con ella, una historia inolvidable. El talentoso -a la par que infravalorado- Greg Mottola se deja embriagar por la nostalgia, se pone morado de tanto algodón de azúcar y escribe este hermoso poema recordando, quizás, su adolescencia. Aquel trabajo en el parque de atracciones. Aquella chica que tanto le gustaba. Aquella canción de Lou Reed que le daba sentido a su vida. Y aquel amor de juventud. Era el verano de 1987.

Adventureland (2009) Estados Unidos. Romance. Adolescencia. Dirigida por Greg Mottola. Con Jesse Eisenberg, Kristen Stewart y Ryan Reynolds. Guion: Greg Mottola. Fotografía: Terry Stacey. Música: Yo la Tengo. 108 minutos.

Dentro del Ciclo Llegando a ‘Boyhood’: El retrato de la adolescencia en el cine norteamericano.    

Hasta que llegó su hora

Hasta que llegó su hora fue el título que se le dio en España a un impecable film de Sergio Leone. Y hasta que llegó su hora, podría decirse, he disfrutado yo con Steve Nash y su baloncesto. Si Michael Jordan es el mejor jugador de todos los tiempos, lo cierto es que Steve Nash ha sido, cuanto menos, el mejor base en la etapa que sucede al reinado del 23 de Chicago.

La NBA es marketing, negocio e imagen. En muchas ocasiones, el físico se impone a la táctica, el cuerpo vence a la mente. Es lo que pide el mercado. Pero, como en todo, siempre existe una excepción. Y si esa excepción ha de tomar forma de jugador, adivinen quién es este. Pues sí, Steve Nash. Nacido en Sudáfrica, hijo de padre inglés y madre galesa, Nash se crió desde bien pequeño en Canadá. Se siente canadiense y, entre otras cosas, es un gran admirador del fútbol europeo, del soccer que allí llaman. Íntimo amigo de Steve McManaman, lo cierto es que ambos comparten el gusto y la clase a la hora de tratar al balón. Y ahí es donde estriba la excepción de la que hablo. Nash no es físico. Nash no es musculatura. Nash es astucia, inteligencia y talento. El estratega al que todo entrenador le gustaría dar las riendas de su equipo. Un artesano, en definitiva.

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A pesar de haber sido nombrado dos veces como MVP de la competición -lo cual dice mucho del respeto y admiración que sienten por él-, el deseado anillo de oro nunca ha estado entre sus dedos. Se va sin ganar la NBA, una competición que tanto le debe. Y eso que a ella llegó en silencio. Elegido el número 15 en el draft del 96, las cosas no le andaron muy bien en su primera etapa con los Suns. No fue hasta llegar a Dallas, donde coincidió con Don Nelson (su gran valedor) y un tal Dirk Nowitzki (el mejor socio posible), cuando el canadiense destapó el tarro de las esencias. Él representa el valor del pase, de la asistencia. Y además tenía gusto por la originalidad. Adornaba sus trabajos -arquitectura hecha baloncesto- con una belleza inusual. Y, por supuesto, enriquecía su estilo con el punto necesario de pragmatismo. Su agilidad mental y su frescura a la hora de diseñar la jugada le daban el plus necesario para contrarrestar sus carencias en cuanto a fortaleza y velocidad. Toda su magia dinamitó con aquellos Suns siderales que sorprendieron a propios y extraños. Era el run and gun de Mike D’Antoni, y los de Arizona eran un auténtico torbellino… Shawn Marion, Amare Stoudamire, Joe Johnson, Quentin Richardson y Steve Nash. No ganaron el anillo, pero eran un gustazo de quinteto.

Después de aquello le perdí la pista. La NBA comenzó a fatigarme y caí un tanto en el desinterés por el baloncesto norteamericano. Sé que firmó por los Lakers con la ilusión de alcanzar el anillo de oro… y que todo terminó de manera estrepitosa en la franquicia angelina. Parece ser que Nash ya no volvió a ser el mismo. Entrado en la cuarentena, esta misma semana ha sufrido una grave lesión que solo parece dejarle una opción: la retirada de ese deporte al que tanto le ha dado. Es una lástima que a tipos como él también les llegue la hora de decir adiós. Su baloncesto se convierte ahora en un dulce recuerdo. Se va uno de los mejores. Un playmaker, como dicen los americanos, de fantasía. 

Aquella -y esta- España

Mientras los portugueses terminaban con la dictadura salazarista en 1974, en España, guste o no, el Caudillo murió en su cama, plácidamente. Nadie levantó la voz, pero atrás habían quedado años de sufrimiento y de penurias. Una larga travesía por el desierto a la que, en los años ochenta, muchos jóvenes españoles pusieron fin a su manera en lo que se bautizó como «la movida». Una gran parte de la sociedad reivindicó, ejerció un cambio. Un cambio de mentalidad y de forma de vida que, en lo cinematográfico, se iconizó en la figura de Pedro Almodóvar, cineasta atrevido donde los haya.

España es un país, le pese a quien le pese, con muchas heridas por cicatrizar. Muchas. Detrás de la fachada que brinda la modélica transición, la llegada de la democracia y la instauración de un estado del bienestar se esconde una sociedad que tiende a politizarlo todo. Una sociedad que parece enemistada consigo misma, siempre dispuesta a iniciar la discusión. A la usual rivalidad ideológica entre la izquierda y la derecha -propia en la mayor parte de los sistemas de partidos de los países occidentales-, le añadimos un choque de intereses nacionalistas donde el españolismo más rancio se enfrenta a las bufonadas de una burguesía adinerada -la catalana y la vasca, principalmente- que rentabiliza sutilmente sus intereses escondida tras unas banderas. Por si fuera poco, si uno echa la vista atrás todavía percibe las secuelas de una guerra civil, de una sanguinaria represión y de largos años de dictadura que enrarecen, más si cabe todavía, el ambiente. Y un poco a medio camino de todo esto, aquí y allá, aparece la Iglesia católica. 

La educación católica, hegemónica en los tiempos de la dictadura, está bajo el punto de mira de Pedro Almodóvar a lo largo de esta película. Ella es la alargada sombra de la que uno nunca logra escapar. El director manchego vuelve, como hemos dicho, a iniciar el debate, a machacar las conciencias de los espectadores, sin importarle la sorna y risas de sus críticos. No esconde sus intenciones. De hecho, el título del film es bastante indicativo: La mala educación. Todo queda bañado por el peculiar universo del cineasta. De esta forma, la estética pop engalana la puesta en escena de esta obra. El guion presenta una línea argumental complicada (o mejor, enrevesada), tan propia de Almodóvar. Las canciones Cuore matto y Quizás, quizás, quizás, entre otras, convierten el costumbrismo más popular en pura épica. En mitad de todo este caos ordenado que representa el universo almodovariano, se alzan las figuras protagonistas de este paisaje. Un cineasta, un actor, un editor. Una dulce y penitente madre preocupada por sus hijos. El mundo del cabaret. Y la corte de travestis, heroinómanos, transexuales y curas pederastas que sirve para poner el broche estrafalario a esta variada galería de personajes.  

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Un homenaje al cine negro se cierne sobre la figura de un excepcional Fele Martínez, quien anda intrigado ante el devenir de los acontecimientos. El amor más pasional vuelve loco a Lluis Homar. La camaleónica interpretación de Gael García Bernal, monumental en este film, agita al espectador. Y al fondo, al fondo aparece un amor de juventud. El dulce recuerdo que trae la nostalgiay que, ahora, parece removerlo todo. La ficción y la realidad se entrelazan sin disimulos, y en medio de esa intencionada ambigüedad emerge el personaje capital de este relato: el padre Antonio.  

Echar la vista atrás, en un país como España, pocas veces gusta. Menos todavía si quien lo hace es Pedro Almodóvar. Este, en todo caso, se atreve con el reto y culmina la que es una de mis películas favoritas del cineasta manchego. La mala educación se convierte así, por definición, en una obra turbia, arriesgada y compleja. Atesora, además, un punto melancólico y marchito que sirve para dar las últimas pinceladas a este paisaje tan visceral sobre aquella -y esta- España.

La mala educación (2004) España. Drama. Religión. Dirigida por Pedro Almodóvar. Con Gael García Bernal, Fele Martínez, Lluis Homar y Javier Cámara. Guion: Pedro Almodóvar. Fotografía: José Luis Alcaine. Música: Alberto Iglesias. 105 minutos.  

Las visiones de Johanna

El amor no le deja dormir. La imagen de una chica le persigue en una habitación del Chelsea Hotel. «Otra vez» piensa él para sí mismo. Es el sinsabor del amor el que vuelve a recorrer su garganta. Está con su chica, con Louise. Ella es dulce, delicada y un punto fantasiosa. Juega a atrapar la lluvia mientras él se encuentra allí varado, prendado de Johanna y de esas visiones que han conquistado su mente. 

Suena la armónica. Y él sigue lamentándose por no poder estar con Johanna. «How can I explain?» se pregunta en mitad de la noche. Se siente cruel, quizás al observar a la inocente Louise. Es un triángulo amoroso del que no consigue escapar. Mientras, su chica se prepara para él, pero en su universo, en su mente, la Madonna sigue sin aparecer. Entremezcla lo onírico y lo real. Una jaula vacía se oxida. ¿Quién vivió en ella? Él sigue allí, desvelado. La armónica sigue sonando, pero ahora solo parece lanzar notas esqueléticas, como él mismo nos cuenta. Y lo único que le queda es la lluvia… y esas visiones de Johanna.    

Su música vive en la nostalgia, y es que el transcurrir de la vida nunca nadie ha sabido transmitirlo como él. Sus letras son indescifrables, herméticas en muchas ocasiones. Pero si algo contienen, ese algo es emoción. En esta canción, Visions of Johanna, conjuga especialmente bien el quebranto del amor con la intrincada escenificación del mismo. El poeta Dylan escribe, hace sonar y canta una composición tan maravillosa como dolorosa. 

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Visions of Johanna (1966) Bob Dylan en Blonde on blonde. 

A orillas del Támesis

Una joven entra en una farmacia. Está pálida, fría. Suplica ayuda mientras se desangra. Un bebé viene de camino. Un bebé que tendrá, para siempre, una larga historia tras de sí. Una historia de infortunios y calamidades. La historia de su madre, Tatiana. Ella, como tantas otras, nació en mitad de la pobreza, en un pequeño pueblo de Ucrania. Un lugar donde no es fácil crecer, y menos si eres mujer. Pero un día alguien llegó al pueblo con nuevas noticias, con noticias que ilusionaban a Tatiana. Él hablaba de Amsterdam, de París, de Londres. Todo parecía un sueño para ella. «Allí ganarás más dinero en un día del que harías aquí en todo un mes» le decía. Soñando con ser una afamada cantante, Tatiana hizo las maletas. Abandonaba su pueblo, ese lugar donde no había nada a lo que agarrarse, con la ilusión de encontrar una vida mejor en Londres. Una vida que encontró su punto final en un hospital, en ese extraño momento en el que la vida, a veces, coincide con la muerte. Ella moría y su hija, Christine, nacía.

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La historia de Eastern promises es una historia triste como pocas. En el fondo, el mismo título evoca a la amargura de esas falsas esperanzas, de esas promesas rotas con las que miles y miles de jóvenes, provenientes en este caso de los países del Este, son engañadas en nuestros días. Esto no es el siglo XVII. Ni tampoco una ciudad tailandesa. Esto es ni más ni menos que Londres a fecha de 2007. Suena tan ligero como contundente. Porque así es el film de David Cronenberg. Este se adentra, adornando el relato con su particular estética de violencia manifiesta, en una temática -la esclavitud sexual- en la que Lukas Moodyson ya había puesto su lágrima con la hiriente Lilja 4-ever (2002). Una realidad escondida, fantasmas que habitan tras las paredes de la gran ciudad. Fantasmas que alcanzarán, por suerte o por desgracia, a Anna en forma de un pequeño diario escrito en ruso. ¿Qué contendrán esas palabras? ¿Qué mensaje transmitirán?

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Transmiten pena y dolor. Es la esclavitud en pleno siglo XXI. La esclavitud en nuestros días. Esa es la brutalidad que subyace entre los fotogramas de esta cinta. Y a ella le dedica David Cronenberg la que probablemente sea, junto a A history of violence (2005), la película más talentosa de su filmografía. El cineasta canadiense vuelve a centrar su atención en torno a la violencia, una violencia que parece no poder escapar de su cine. Una violencia, aquí llega el escalofrío, salpicada de cotidianidad. Si en la película del 2005 un pequeño pueblo rural de Indiana era agitado por las turbulencias que acompañan a los gángsters, ahora el director da un salto y dirige su foco hacia la gran ciudad, hacia Londres. Ambas películas comparten la presencia de una tranquila familia como protagonista. Comparten la violencia explícita. Y comparten la inquietante compañía de esos sinvergüenzas sin escrúpulos a los que solemos etiquetar, por pura simplificación, como «mafiosos». El retrato que se exhibe de estos últimos a lo largo de la película es monumental. Apenas cuatro pinceladas le bastan a Cronenberg -apoyándose, a su vez, en la fotografía de Peter Suschitzky- para alcanzar la brillantez dentro de los cánones del género.    

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Mafiosos que, por ejemplo, poseen un buen restaurante en una calle londinense. Mafiosos que no parecen serlo, pero que están ahí. Ese señor tan amable, cortés y educado; sí, ese señor es un importante personaje de la mafia rusa. Una de las figuras más representativas de la Vor v zakone. A Anna le costará darse cuenta de ello. A fin de cuentas, ella no deja de ser una simple médica tratando de ayudar a una desamparada criatura. Le costará abrir, por tanto, los ojos y cerciorarse de los peligros que ahora le rodean. A ella, a su familia y a su querida Christine. Contará, no obstante, con la extraña complicidad de unos de los personajes más célebres que nos entregó el séptimo arte a lo largo de la década pasada: Nikolai. Un cuerpo lleno de tatuajes le da sentido, porque en Rusia los tatuajes hablan. Un aspecto de seria frialdad marca las distancias con el resto de la sociedad. Y una mirada… bien, una mirada intrigante que nos costará descifrar. «I’m just a driver» dice habitualmente él. Sin embargo, tras esa fachada, tras esa simplona apariencia, se esconde la figura de un auténtico justiciero. Un héroe al que pincela con maestría David Cronenberg. 

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Apenas cien minutos le bastan a esta película para reventar nuestras conciencias. Un relato cargado de terror, de miedo. El espléndido guion de Steven Knight barrunta el universo de sangre y despotismo que acompaña a la mafia rusa, iconizado en un sobresaliente Mueller-Stahl, con el retazo de cotidianidad que representa, con tanta penitencia, Naomi Watts. El punto de conexión entre ambos mundos lo marca un inolvidable Viggo Mortensen. Y al fondo, profundas e inquietantes, aparecen las aguas del Támesis, dispuestas a esconder, a silenciar en su interior, una de las tantas miserias que acompañan a esta sociedad. «Stay alive a little longer«, palabras que resumen la lucha de gigantes que están dispuestos a emprender, cada uno a su manera, Nikolai y Anna.

Eastern promises (2007) Reino Unido. Thriller. Mafia. Dirigida por David Cronenberg. Con Naomi Watts, Viggo Mortensen, Armin Mueller-Stahl y Vincent Cassel. Guion: Steven Knight. Fotografía: Peter Suschitzky. Música: Howard Shore. 100 minutos.