El hombre que solo quería nadar

Un hombre aparece con el torso desnudo. Se diría que tiene unos cuarenta años, está en plena forma y simplemente viste con un bañador. Él es Burt Lancaster, protagonista de esta película, recién llegado a la casa de unos amigos, prendado por el tranquilo azul de su piscina. Decide darse un baño, charla de una manera distendida con la gente y, casi sin quererlo, se queda paralizado, asombrado al observar el cielo, las nubes y el precioso valle del lugar.

«Pool by pool, they form a river all the way to our house.» Cruzar las colinas, serpentear por el camino de vuelta a través de las piscinas de sus vecinos y llegar finalmente a casa, al hogar. Una por una, lo tiene todo planeado en su mente. ¡Qué idea tan original! Así, con una sonrisa en la cara, emprende esta aventura. Y nosotros con él. Comienza a nutrirse esta narración servida con mucha clase por el entonces matrimonio Perry (Frank en la dirección, Eleanor en el guion). Pronto comienzan los encuentros fortuitos, las conversaciones con los vecinos y los coqueteos con las mujeres (de cualquier edad) del lugar. Burt Lancaster, al principio tan calmado, parece estar ahora, quizás, desorientado. ¿Qué le ocurre a este tipo? El misterio se impone, así el espectador parece igual de perdido que el protagonista. «I’m swimming home» es lo único que alcanza a decir.

Es el final de los años sesenta y en los Estados Unidos una corriente artística nueva emerge con fuerza, trayendo oxígeno al cine, transformando, a su manera, la sociedad. Buscan quitarse el corsé moral, romper con las estreches conservadoras de la época. Son tiempos de cambio. «Thy belly is like a heap of wheat, fenced about with lilies» le suelta sin vergüenza alguna el maduro Burt Lancaster a una jovencita de veinte años. «That’s from the Bible, isn’t it? When I was a little girl in Sunday school, they never mentioned that part of the Bible» dice ella. El texto sagrado se convierte ahora en objeto de pasión y sensualidad. Es un enfoque transgresor que rompe los moldes de cualquier narración anterior. El pretexto de la natación sirve para poner en evidencia a la burguesía de la época, esa clase media que recurría a los guateques en la piscina y a los dry martini para disimular las aventuras extramatrimoniales, los enredos sentimentales y la despreocupación por sus propios hijos, por sus propias familias.

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«¡Hipócritas!» parece querer gritar Frank Perry a sus vecinos, a la gente con la que se rodea cada día. Anda, más concretamente, obsesionado con la idea de analizar a las familias disfuncionales, el porqué de todo ello. Así, un pequeño niño se nos presenta en el camino solo, sin nadie que le haga compañía. La piscina está vacía, y Burt Lancaster le lanza una porción de ilusión a la desesperada, tratando de pincelar la felicidad que siempre debería acompañar a la niñez: «you see, if you make believe hard enough that something is true, then it is true for you.» Pero nada parece en su lugar. Todo está fuera de sitio, incluido el propio Burt Lancaster. 

The swimmer deja un paisaje desolador, hiriente. La hermosa fotografía de David Quaid engalana una narración que, en el fondo, es puro tormento. «I’m cold. What’s the matter with that sun? There’s no heat in it.» Pobre Burt Lancaster, quien anda errante y solitario, nadando, tratando de escapar de los errores de un pasado que, parece, ya no tienen solución.

The swimmer (1968) Estados Unidos. Drama. American way of life. Dirigida por Frank Perry.  Con Burt Lancaster y Janet Landgard. Guion: Eleanor Perry. Fotografía: David Quaid. Música: Marvin Hamlisch. 95 minutos.