Un buen hombre

Eran días calurosos. Trabajar en el campo significaba esfuerzo, sudor. Sin embargo, todo se volvía más llevadero cuando uno levantaba la cabeza y la veía. Allí estaba aquella olivera, ofreciendo el frescor de su sombra, dando cobijo al jornalero. Al pie de la misma uno podía fumar tranquilamente, beber un poco de agua y respirar. También eran días, por qué no decirlo, de pobreza y de escasez. Así, cuando el calor se marchó y el invierno llegó, alguien mandó cortar aquel árbol: necesitaban leña para calentar el hogar. Esta noticia molestó especialmente a un hombre. Un hombre que, enseguida, reemplazó aquella olivera. Un joven olivo iba a ocupar, desde ese mismo día, su lugar.  

el olivo, sorollaEl olivo, Joaquín Sorolla

Era un hombre tranquilo. Nunca lo vi con prisas. Siempre fue feliz. Su felicidad era sencilla: la familia, las calles y plazas de su pueblo, los amigos, la tierra y los animales. Era un hombre de pocos caprichos y de ningún lujo. Le bastaba un puro y la compañía de sus palomas. Un buen día se enamoró de una mujer enérgica e incansable, una luchadora junto a la que formó una familia, su familia. Una familia que hoy siente su ausencia, aunque procura honrarlo riendo, y no llorando. Deja tras de sí una colección de personas que tan solo guardan buenos recuerdos y tiernas palabras hacia él; cinco nietos, todos ellos orgullosos de haber compartido cientos de momentos con él; dos hijos que siempre lo añorarán, y una mujer que vivirá por siempre enamorada de él.

Hizo de la modestia, de la humildad y de la sencillez una obra de arte. Y esa obra de arte fue su vida. Una vida que vivió feliz con los suyos. A su recuerdo, el cual llevaré conmigo hasta el final, van dedicadas estas palabras. Aquel hombre tranquilo, bondadoso y enamorado de una olivera era, es y será -qué alegría la mía- mi abuelo.