El escargot azul

Categoría: Deportes

El arte de la modestia

Recuerdo una fría, muy fría, tarde de febrero. Era el año 2009. Mi hermano pequeño y yo asistíamos a un partido de fútbol. Un partido de los de toda la vida. Un partido, para mí, inolvidable. Sin cámaras, sin marketing y sin ningún atisbo mediático. Allí, en el Ciutat de València, se respiraba pureza. Era un Levante-Murcia que terminó con una ajustada victoria para nosotros, los locales. Apenas eramos unos tres mil espectadores los que nos habíamos acercado a ver el partido. Y, como digo, siempre lo recordaré. Esa tarde, los pocos que allí estábamos, decidimos arrimar el hombro por un equipo por el que no apostaba nadie. No era fácil ser del Levante por aquel entonces, pero mi hermano y yo, valientes y felices, estábamos dispuestos a enredarnos en esa travesía por el desierto, soñando con ver algún día al Levante en primera.

Desde aquel entonces hasta hoy el Levante ha cambiado mucho. Aquella travesía tuvo un final feliz. Aquel sueño que compartíamos mi hermano y yo se convirtió en realidad. El técnico milagro, Luis García, entró en la historia del club. Uno de los mejores gestores que yo he conocido en el mundo del fútbol, Quico Catalán, puso las bases para levantar un edificio estable. Y esa catedral futbolística que es el Levante la ideó, con escuadra y cartabón, Manolo Salvador, mientras el pico y la pala quedaban en manos de jugadores como Ballesteros, Juanfran, Manolo Reina, Iborra, Gorka Larrea, Pallardó, Javi Guerra y tantos otros. La tormenta pasó y las nubes se marcharon. Hoy el Levante es un equipo reconocible y reconocido. Socialmente ha crecido una barbaridad. En lo económico el club ya no vive agobiado, y deportivamente… ¡jugamos en primera! ¿Alguien, en aquel 2009, imaginaba esto a día de hoy?

Imposible olvidar a Luis García, a Juan Ignacio, a Joaquín Caparrós… la felicidad del ascenso, la alegría de permanecer en la élite, la celebración por clasificarnos para Europa, la consagración del Levante en la élite del fútbol español… muchas muchas cosas buenas en tan poco tiempo. Pero en el fútbol el presente parece significarlo todo. La realidad marca que el Levante es último en la clasificación. Los gestores se han puestos nerviosos y, en una concatenación de errores iniciada en junio, han decidido destituir a Mendilibar. En el vestuario no parece reinar el buen ambiente. Las malas sensaciones pululan por el Ciutat y el Levante, por desgracia, ya ha sufrido estos males a lo largo de su historia.  

Desde el club, con buen tino, han lanzado una campaña con la idea de volver a ilusionar a la afición, reclamando la unión de todo el levantinismo. Y esa, para mí, es la base de este Levante. Volver a ser una familia: afición, jugadores, directiva, cuerpo técnico, prensa. Todos deben remar a una.  Y es el que el fútbol parece no tener memoria: la crítica fácil, el acomodamiento (de todos, los primeros los jugadores) y la desgana. Hay que salir de este círculo vicioso desde ya. No podemos bajar los brazos. Ahora es cuando más me acuerdo de aquel Levante-Murcia, de aquella fría tarde de invierno, de mi hermano y yo, junto con los otros dos mil valientes que habían en la grada, animando a aquel equipo.

Y con esa ilusión, con la ilusión de no despertar de este sueño que supone ver al Levante en primera, tenemos que seguir al pie del cañón. Toca sufrir, porque así lo lleva escrito el Levante en sus genes. Volver a hacer de la modestia un arte. Del sufrimiento, un placer. Y del esfuerzo incansable, una religión. Habrá que pelear hasta el final. Hoy, contra el Almería, comienza la primera de las muchas finales que vamos a jugar esta temporada. Macho Levante.   

Hasta que llegó su hora

Hasta que llegó su hora fue el título que se le dio en España a un impecable film de Sergio Leone. Y hasta que llegó su hora, podría decirse, he disfrutado yo con Steve Nash y su baloncesto. Si Michael Jordan es el mejor jugador de todos los tiempos, lo cierto es que Steve Nash ha sido, cuanto menos, el mejor base en la etapa que sucede al reinado del 23 de Chicago.

La NBA es marketing, negocio e imagen. En muchas ocasiones, el físico se impone a la táctica, el cuerpo vence a la mente. Es lo que pide el mercado. Pero, como en todo, siempre existe una excepción. Y si esa excepción ha de tomar forma de jugador, adivinen quién es este. Pues sí, Steve Nash. Nacido en Sudáfrica, hijo de padre inglés y madre galesa, Nash se crió desde bien pequeño en Canadá. Se siente canadiense y, entre otras cosas, es un gran admirador del fútbol europeo, del soccer que allí llaman. Íntimo amigo de Steve McManaman, lo cierto es que ambos comparten el gusto y la clase a la hora de tratar al balón. Y ahí es donde estriba la excepción de la que hablo. Nash no es físico. Nash no es musculatura. Nash es astucia, inteligencia y talento. El estratega al que todo entrenador le gustaría dar las riendas de su equipo. Un artesano, en definitiva.

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A pesar de haber sido nombrado dos veces como MVP de la competición -lo cual dice mucho del respeto y admiración que sienten por él-, el deseado anillo de oro nunca ha estado entre sus dedos. Se va sin ganar la NBA, una competición que tanto le debe. Y eso que a ella llegó en silencio. Elegido el número 15 en el draft del 96, las cosas no le andaron muy bien en su primera etapa con los Suns. No fue hasta llegar a Dallas, donde coincidió con Don Nelson (su gran valedor) y un tal Dirk Nowitzki (el mejor socio posible), cuando el canadiense destapó el tarro de las esencias. Él representa el valor del pase, de la asistencia. Y además tenía gusto por la originalidad. Adornaba sus trabajos -arquitectura hecha baloncesto- con una belleza inusual. Y, por supuesto, enriquecía su estilo con el punto necesario de pragmatismo. Su agilidad mental y su frescura a la hora de diseñar la jugada le daban el plus necesario para contrarrestar sus carencias en cuanto a fortaleza y velocidad. Toda su magia dinamitó con aquellos Suns siderales que sorprendieron a propios y extraños. Era el run and gun de Mike D’Antoni, y los de Arizona eran un auténtico torbellino… Shawn Marion, Amare Stoudamire, Joe Johnson, Quentin Richardson y Steve Nash. No ganaron el anillo, pero eran un gustazo de quinteto.

Después de aquello le perdí la pista. La NBA comenzó a fatigarme y caí un tanto en el desinterés por el baloncesto norteamericano. Sé que firmó por los Lakers con la ilusión de alcanzar el anillo de oro… y que todo terminó de manera estrepitosa en la franquicia angelina. Parece ser que Nash ya no volvió a ser el mismo. Entrado en la cuarentena, esta misma semana ha sufrido una grave lesión que solo parece dejarle una opción: la retirada de ese deporte al que tanto le ha dado. Es una lástima que a tipos como él también les llegue la hora de decir adiós. Su baloncesto se convierte ahora en un dulce recuerdo. Se va uno de los mejores. Un playmaker, como dicen los americanos, de fantasía. 

Distinto

Mientras la hegemonía del fútbol mundial se la disputan, según la mayoría de aficionados y profesionales, Cristiano Ronaldo y Leo Messi, lo cierto es que yo me salgo de este debate. No me interesa. Mi gusto es otro, distinto. En esto me sucede como con las chicas, rara vez me gusta la más guapa, o la más inteligente. Siempre sale ganando (o perdiendo, según como se mire) esa chica especial, distinta. Y es que, en el fondo, distinto es el protagonista de esta historia. Es un tipo callado, introvertido. Las portadas y los grandes titulares no van con él. No encaja en ese perfil. Fuera del campo, es cierto, no puede competir con el marketing de Cristiano -vende de lo lindo- ni con el furor que arrastra Messi -un país devoto del fútbol como Argentina y un club como el Barça que lo erigió como estandarte le van insuflando aire-. No puede competir por varias sencillas razones. Nuestro jugador tiene un color de piel blanquinoso, lechoso. Además, está medio calvo. No es fuerte, tampoco alto. Como decimos, es tímido y reservado, no apto para los titulares. Y, por si faltara algo, nació en Fuentealbilla (Albacete). Es decir, no encaja en la imagen de mercadotecnia que las grandes firmas necesitan para vender sus productos. Y, no nos engañemos, quién va a mover un dedo en un país como España por defender a uno de los suyos, a uno de Albacete, frente a las grandes estrellas mundiales del planeta fútbol.

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La cosa es que es el mejor, sin más. Son muchos los futbolistas a los que he visto jugar, a los que les he prestado atención. Y sí, admiro las diabluras de Messi y el jugador completo que es Cristiano. Pero la clase, el talento y la calidad que atesora Andrés Iniesta… eso, que me perdonen, no lo tiene nadie más que él. Quizás Zidane y Riquelme le siguen de cerca (de los que yo he visto jugar, claro está). Pero Iniesta, ay, Iniesta tiene ese algo que no sabrías definir, igual que te sucede con las chicas, pero que lo convierte en alguien especial. Es diferente, único. Porta el 6 en la selección y el 8 en el Barça. Son dorsales ligados a su nombre. Y con ellos ha logrado conquistar el universo. Ha formado parte esencial del mejor Barcelona de la historia, es decir, aquel equipo entrenado por Pep Guardiola. Lo ha ganado todo a nivel de clubes. Pero además, por si fuera poco, ha roto la triste somnolencia del fútbol español a nivel de selecciones. En España la gente se ha acostumbrado a ganar. Y parte de culpa la tiene este hombre, Andrés Iniesta.

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Ni siquiera en este país, tan cainita como es España, ha habido consenso en torno a la figura de nuestro protagonista. Unos decían que el mejor era Casillas (los mismos que ahora, curioso, lo linchan públicamente). Otros hablaban de que Xavi Hernández era una figura más significativa, con más calado en la historia del fútbol español. Y otros, otros todavía estaban con Raúl y su alargada sombra mediática. El caso, en un sentido u otro, es que Iniesta no ha recibido el reconocimiento que merece. Pudiera parecer que sí porque, a fin de cuentas, nadie discute su talento (¡faltaría más!). Pero no, la realidad marca otra cosa. La realidad viene dada, por ejemplo, por hechos tan significativo como que el jugador albaceteño jamás ha conseguido el Balón de Oro. Un insulto al fútbol (y un descrédito absoluto para este premio), así lo digo, que en los años 2010 o 2012 no se le hiciera entrega de este galardón a Andrés Iniesta. 

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Messi es Messi, pero sin Iniesta, sin aquel gol de este en el último suspiro en Stamford Bridge, sin sus infinitas conexiones, probablemente no hubiese sido tanto Messi. De hecho, el rosarino se diluye un tanto cuando juega con Argentina, alejado del talento, entre otros, de su socio albaceteño. Sin embargo, el arte de nuestro protagonista arrecia todavía con más fuerza si cabe cuando juega con España, sin la presencia de Messi. Sin él a su lado, de hecho, ha logrado vencer dos Eurocopas y un Mundial. No es cualquier cosa. En todo caso, el propio Iniesta, de naturaleza modesta, jamás ha discutido el trono a Leo. Como buen jugador de club que es, como buen profesional, guarda respeto a la figura del astro argentino. Jamás ha habido un choque de egos entre ambos, un choque que pusiera en daño los intereses del Barcelona. Y es que, en el fondo, yo me pregunto ¿dónde está el ego de Iniesta? Creo que no va con su forma de ser. Todo lo que aquí escribo, estos superfluos debates sobre quién es mejor que quién, le deben importar poco a un tipo como él. Está hecho de otra pasta. Como decimos, es especial, único. No juega para las portadas ni para los premios. Su fútbol… es un fútbol de otro tiempo. 

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Si el fútbol fuera arte, Iniesta sería el Artista por excelencia. Sus regates, sus asistencias, sus quiebros, sus goles… en definitiva, su capital importancia en el juego. Las galerías del fútbol se rifan, casi a escondidas y después de vociferar a los cuatro vientos que Messi y Cristiano son los mejores del mundo, sus obras. Sin embargo, qué contradicción, él no juega de cara a la galería. Todo lo que hace tiene un sentido, y este sentido siempre va ligado a una operación matemática muy sencilla, la del juego de suma cero: su equipo suma mientras que el adversario resta. Con el balón en los pies no hay rival que pueda detenerlo. Un defensa solo está perdido, es un combate desigual, sin gracia. Dos tampoco achican lo suficiente. ¿Tres? Iniesta comienza a pensar a partir de tres rivales. Cuatro, cinco, seis… tanto le da. Como digo, es un maestro en esto del fútbol.

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Artesano donde los haya, Andrés Iniesta (¿cuántas veces he escrito su nombre?) es un jugador al que siempre recordaré. Un jugador de leyenda. Tiene la virtud de compaginar el sentido práctico del fútbol (no es otro que ayudar a tu equipo en la victoria) con un punto preciosista que, y esto es lo mejor de todo, le sale natural. Ese tipo de clase, que me perdone el estajanovista Cristiano Ronaldo, no se entrena. Se tiene o no se tiene, tan simple como eso. Donde los demás jugadores se ponen nerviosos, se enredan y terminan por perderse, por ejemplo en un mano a mano dentro del área, él pone la pausa sin ponerla, reduce revoluciones sin reducirlas y termina haciéndote un traje a medida con tal sutileza que ni te has dado cuenta. Un gol suyo en los últimos instantes, cuando solo los valientes se atreven, lo consagró en Stamford Bridge. Un gol suyo en los últimos instantes, cuando todo el mundo esquiva el peso de la responsabilidad, nos dio nuestro primer Mundial. Y todo lo hizo sin levantar la voz, sin hacer ruido. En silencio, porque así es él. Los demás que se queden con Cristiano (la chica guapa) o con Messi (la chica inteligente). A mí me da igual, pues yo lo tengo claro: me quedo con Iniesta, ese jugador distinto.        

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Hawaii, 1978

John Collins es un nombre que forma parte de la grandeza del deporte. Sin embargo, pocos conocen su historia. Este hombre vivió ligado a la marina norteamericana, no en vano ocupaba el rango de coronel en la misma. Así, los múltiples destinos se agolpaban en su vida: él se desplazaba allá donde su país lo necesitara. Era un patriota que, además, tenía una afición muy concreta, una afición que compartía con su esposa, Judy. Dicha afición no era otra cosa que nadar, correr y montar en bicicleta.  

Estando destinado en San Diego, el coronel John Collins se ejercitó por su cuenta en estos tres deportes. Y realizó algún que otro triatlón, una modalidad de la que apenas nadie conocía de  su existencia. No fue hasta llegar a su nuevo destino, Hawaii, cuando a Collins le asaltó una genial idea que iba a cambiar la historia del deporte: organizar una competición en la que las tres disciplinas quedaran combinadas para la larga distancia. Todo ello había salido de una discusión con atletas locales, con amigos, con su propia mujer… ¿qué deportista sería el más completo, el más duro, el mejor  de todos?

La pregunta tenía fácil respuesta: aquel que nadara 3.8 km, realizara en bicicleta 180 km, corriera 42 km y terminara esta prueba en primera posición. Así, Collins pensó en cimentar una nueva carrera a partir de la fusión de pruebas ya existentes en la isla. La Waikiki Rough Water swim, el Around Oahu Bike Race y la Honolulu Marathon quedaban ahora unidas por siempre en una carrera que, sin embargo, todavía no había sido bautizada. «Whoever finishes first we’ll call the Iron man«, pensó Collins. Y así nació el Ironman. Aquel 18 de febrero de 1978 apenas se presentaron quince valientes a disputar la prueba, y solo doce de ellos lograron finalizarla. Todavía no eran conscientes de que habían hecho historia.  

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El triatlón, desde entonces, emergió con una fuerza inusitada. Había llegado para quedarse. Natación, ciclismo y carrera a pie. Tanto su versión olímpica (oficial a partir de Sidney 2000) como su modalidad más exigente -el ironman– han conquistado a miles de deportistas. Gracias, en parte, a aquel marine estadounidense, quien esto escribe ha encontrado un deporte que practicar con gusto. Ahora, correr 15 km diarios le parece una cosa de lo más natural, nadar en piscina 3 km sin pausas y sin superar las 160 pulsaciones es una rutina más y montar en bicicleta por la geografía «rompepiernas» que rodea a su localidad es una bonita manera de sufrir. Y, lo mejor de todo, se divierte con ello. Fantasea con sus amigos con la idea de que, algún día, disputarán el ironman, esa carrera con la que John Collins escribió parte de la historia del deporte.